Un hipotético pirómano seguiría al pie de la letra las directivas oficiales para proteger el bosque ibicenco: impedir que sus propietarios lo controlen, vigilar, acosar y multar a los vecinos que talan pinos que impiden el paso, se echan encima de la casa, invaden las feixes o destruyen paredes de piedra centenarias. La obstinación de la autoridad en lo que llaman ´política de protección del territorio´ parece tener como principal objetivo que los incendios se descontrolen y quemen el territorio protegido. Y, desde luego, tiene como base una manifiesta e idílica ignorancia sobre la naturaleza del bosque.

Bosques impenetrables y terrenos inaccesibles –la queja común tras cada nuevo incendio– son consecuencia de la contradictoria política de protección diseñada y dirigida desde despachos alejados del bosque, algunos en la isla de Mallorca, ajenos a la realidad del hábitat. Paraliza la ley a los propietarios con una expropiación no declarada y todo tipo de medidas coercitivas mientras promueve una progresión salvaje del bosque, que se acaba tomando venganza en cada nuevo incendio. Se hace difícil exagerar el fracaso de la política antiincendios con sus resultados a la vista. Los más interesados en que no arda el medio que habitan han visto declarar ilícito todo lo que previene que el fuego se enseñoree de sus propiedades y han vuelto a ver cómo el espectacular despliegue de medios (500 personas, 20 aviones y helicópteros y 100 vehículos terrestres venidos a controlarlo) volvió a brillar por su ineficacia.

Hay profesiones por naturaleza arriesgadas, por eso se espera que un médico se acerque al paciente contagioso y un bombero al fuego, y estos habrían hecho más de haberles dejado; pero guía a las autoridades la aversión al riesgo y parece su fin exclusivo declarar que no hubo desgracias personales, en la obsesión por salvar su responsabilidad que les hace ordenar a los bomberos que ejerzan de espectadores. Lo decía al Diario Miquel Sastre, tiznado por el humo tras salvar su casa del fuego a escondidas de los guardias y contra las órdenes medrosas de la autoridad: «Fíjate en los bomberos y en los de la Unidad Militar de Emergencias, ellos van relucientes».

Hubo otros aspectos reseñables en el último incendio de Sant Joan. La sensación de que gente foránea que desconoce el terreno tomaba decisiones equivocadas cuya rectificación consumía un tiempo precioso y daba ventaja al fuego. El desconcierto y la angustia de los afectados corrieron parejos a la ausencia total de información, en medio del derroche caótico de medios y políticos que no fueron capaces de aportar un sencillo número de teléfono donde preguntar. La seguridad de que, con la mitad de lo que IB3 gastó en personal y vehículos, sobra para limpiar los bosques de Sant Joan y dejarles sin noticia. El Govern llegó al despropósito el viernes y basó su plan en que estaba vedado el acceso a un Sant Joan sin electricidad, teléfono ni internet: incapaz de rectificar la falsedad de sus supuestos, planeó anular la asistencia sanitaria en el pueblo y hacer desplazarse a los enfermos a Santa Eulalia.

Queda en Sant Joan la convicción de que nada cambió desde el último incendio, que el fuego ha ido otra vez donde quiso hasta que lo paró el mar o el capricho del viento, como la noche del viernes, cuando tuvo rodeadas las casas del pueblo; que hay medidas eficaces pero no se usan para no herir susceptibilidades, como el cortafuegos que probablemente salvó Portinatx y no obstante el alcalde hubo de presentar en tono exculpatorio: «Se han cortado cien pinos para salvar mil». Pues eso, o cortamos pinos o no quedará ninguno.