Con razón o sin ella, se ha llevado a cabo el linchamiento moral de un sacerdote de la isla, con una acusación pública de efebofilia como noticia más leída y votada en Diario de Ibiza durante días. El problema en estos casos es que el juez dictamina con el tiempo, algo que para la persona acusada siempre es excesivo, porque mientras dictamina, y después, lo que importa es la insinuación que le seguirá siempre y a todas partes.

Alguien ha tirado a dar, porque además de un execrable delito se trata del escándalo que el modelo del sacerdote y estándar de la conducta moral, Cristo, condena con mayor vehemencia en el Evangelio: «Más le valdría atarse al cuello una rueda de molino y arrojarse al agua». En su ofrecimiento a colaborar con la autoridad civil competente, el obispado no hace más que seguir las instrucciones del Papa Benedicto XVI, que cuando aún era cardenal Ratzinger y –hay que subrayarlo– aún la opinión pública no se hacía oír en este tema, tomó decisiones que no salvaban la cara a nadie y que le valieron críticas dentro de la misma Iglesia, lo que no le salvó de que fueran a por él también desde fuera. Pero gracias a su iniciativa se ha podido decir que la Iglesia, por primera vez, se despoja por espontánea y propia voluntad de toda función de intermediación ante la autoridad civil, y por lo mismo de la inevitable protección de sus propios miembros que esa intermediación podría encerrar.

Pero el honor del sacerdote, que para Lope era patrimonio del alma y no del juez, está ya en la picota desde que la denuncia se hizo pública. Y no lo sacarán de ella las generalizaciones que algunos comentarios en el Diario digital se apresuran a desempolvar. Más o menos, que los sacerdotes son pedófilos, por tanto la Iglesia no tiene autoridad moral, la educación católica es peligrosa y el cristianismo un engaño y un peligro. Vienen a recordarnos que no se trata de un cura sino de la guerra campal del laicismo contra el cristianismo que no sabe de treguas. Hay que remontarse al nazismo y al comunismo para encontrarle un símil. Cambian los medios pero el fin es el mismo: hoy como ayer se persigue la destrucción de la religión, aunque Europa pagó el siglo pasado a esta fuerza destructora el precio de la propia libertad. La reacción ante ese desastre hizo que los redactores de la Carta de la ONU decidieran comenzar el documento con la profesión de la «fe» de las naciones firmantes en «la dignidad y el valor de la persona humana» y en la primera línea del preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos proclaman «el reconocimiento de que la dignidad inherente y los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana, es el fundamento de la libertad, la justicia y la paz en el mundo». Con la guerra laicismo-religión que nos ocupa como fondo, se ignoraron esos derechos hace un año al obispo Mixa en Alemania y a toda la conferencia episcopal en Bélgica, y se aprovechó para escupir sobre todos los curas, por ejemplares que fueran, de modo que no cabía esperar que se tuvieran en cuenta ahora los derechos de un párroco de Sant Josep.

Pero no es atacando a la Iglesia como se combate la pedofilia, porque las noticias muestran a diario la abundancia creciente de este crimen en la sociedad permisiva que ha prescindido de una norma moral superior a la que atenerse. El daño al honor de la persona de este sacerdote está hecho, pero paradoja sería que, de comprobarse la falsedad de la acusación, el acusador habría colaborado con la calumnia a que el cura objeto de su venganza se identificara, en su particular semana de Pasión, con el modelo al que decidió imitar y a quien entregó su vida.