Piden los ecologistas de Ibiza, GEN y Amics de la Terra, junto a la Fundació Deixalles y el Ateneu Popular, que los políticos incluyan en su programa electoral reducir las emisiones de efecto invernadero, y lamentan que nos alejemos de los objetivos de Kyoto. Pero somos afortunados por alejarnos: las previsiones de los mejores modelos económicos en el 2006 eran que, de cumplirlos, España perdería para el 2010 el 5% del Producto Interior Bruto y un millón de puestos de trabajo. Poco realistas esos objetivos: China e India, los mayores emisores, ni se lo piensan, y 11 de los 15 países de la ampliación de la Unión Europea preveían al integrarse subir sus emisiones mucho más allá de los objetivos de Kyoto.

Reducir emisiones suena intituitivamente bien, pero no es un juego. Ibiza debería perseguir sus mayores fuentes de emisión: aviones y coches de alquiler. Pero Ibiza amplía su aeropuerto y cada nueva conexión aérea se la apunta un político como mérito de su gestión, porque sin avión ni hay turismo ni puestos de trabajo. El coche lo quiere el turista para ir a calas, restaurantes, mercadillos y discotecas a gastar dinero; no están los tiempos para mandarlo a los sitios en bicicleta como experimento ecologista.

Además de complacerse en alarmarnos, un dogmatismo acientífico, manipular datos que los contradicen, y lo caro e ineficaz de las medidas que proponen, alguno que vive del calentamiento engaña con descaro, como aquel indio que derretía glaciares del Himalaya o los bochornosos correos electrónicos de la University of East Anglia. Y Al Gore confiesa ahora que cuando nos vendía lo del etanol buscaba subvenciones para sus votantes en Tennessee. Que se lo explique a los que pasan hambre en el Tercer Mundo por la consigiuente carestía de alimentos.

Impedir que el fundamentalismo ecologista deje a la gente sin comer y trabajar no es el único argumento: piden «desligar por ley de obligado cumplimiento la lucha contra el calentamiento de los intereses políticos, asegurando su aplicación continuada, independientemente de los cambios de gobierno y en todos los ámbitos: industrial, energético o del transporte». O sea, que cedamos la política a los expertos, que son ellos; que sus interpretaciones discutibles o desprestigiadas sustituyan a la acción política en las relaciones económicas y sociales de la comunidad. Es decir, que dejemos de ser animales políticos para que ellos nos dicten, con obligado cumplimiento, lo que hay que hacer. Es la expresión nítida e ingenua del objetivo de este ecologismo: subordinar la vida política que distingue a una sociedad democrática, la capacidad de los ciudadanos de decidir, equivocarse y rectificar en libertad, a las verdades supuestas, y falsedades demostradas, de los autoproclamados expertos que se creen la nueva aristocracia.