El furor intervencionista de las autoridades lleva al conseller insular de Urbanismo, Miquel Ramón, al delirio de proteger de su dueño a todas las casas payesas. Desconfía el conseller del buen gusto de los propietarios para llevar a cabo las reformas que desde tiempo inmemorial hacen en su casa y convierte su duda en ley del buen gusto a establecer por expertos apoyados por el Consell.

La desconfianza del gobernante en que la gente haga lo mejor de sus propiedades autoriza al conseller Ramón a meterse en el porche y el dormitorio de propietarios que han mantenido las casas de sus antepasados. Si le asistiera la clarividencia que muestra Ives Michaud en la entrevista que Vicente Valero le hace en el Diario, el vértigo de inventar el pasado moderaría sus ánimos. Pero engordó tanto el monstruo llamado Consell de Ibiza que engulle los pocos terrenos privados que no había devorado. Ahora tragará casas payesas.

No sé si alguien se aclara entre tanta normativa amontonada contra los propietarios rurales, que creo que no, pero cualquiera aprecia el efecto inmediato de cada nueva normativa: la huida hacia adelante, una fiebre constructora desatada por cada amenaza de protección. El trato desigual que supone la denominada protección de los espacios naturales de la isla lo toman sus propietarios como lo que es, una expropiación no pagada, expropiación encubierta, y por razón de tanto peso se han sentido justificados para incumplir normativas que les perjudican económicamente: un ejemplo de desobediencia civil que ha sembrado la isla de casas payesas modernas. Al señor Ramón le habíamos adivinado en otras ocasiones la intención de destruirlas, pero ahora que descubrió el buen gusto quizás las incluya en su espíritu conservacionista. Nunca bastó a los propietarios el argumento de que se condena a la parálisis su propiedad en beneficio de todos: les llega la inteligencia para percatarse de que hay beneficiados y perjudicados en el reparto de la protección y qué les toca a ellos.

Un despacho en el Consell genera en la mente de sus ocupantes un afán de controlarlo todo en la convicción de que el ciudadano es incapaz de decidir con autonomía y sin interferencia de las autoridades, con el ingrediente del recelo contra la iniciativa privada y la idea de que el Estado está por encima de la persona. Siempre que el Estado sean ellos, claro. Ahora el buen gusto también es suyo.

La convicción de que a la gente no se la puede dejar sola, que afecta asimismo a políticos que se dicen liberales, conlleva una intromisión de la política en nuestras vidas que nos sale carísima, es inútil o contraproducente y coarta nuestra libertad con la excusa de protegernos. Algo parecido a la definición de mafia, si se añade el afán de lucro.

Lectores escamados pensarán en múltiples ocupantes de despachos que no necesitan añadirlo. No me refiero aquí a los cuatreros que vemos entrar y salir de comisarías y cárceles tras su paso por los despachos autonómicos, sino a tantos que se limitan a vivir del cuento de la política en esos despachos sin que se sepa qué capacidad o función les justifica. El último ejemplo, la directora insular destituida por cuestiones personales por el conseller de Educación: el conseller Marià Torres considera prescindible su puesto, pero no nos explica por qué tiramos 45.000 euros al año en algo prescindible que él ordenó mantener; ni el presidente del Consell Tarrés nos explica por qué considera él imprescindibles e intocables, y hasta escasos, a todos los directores insulares. Será cuestión de gustos.