No vale la crisis como escudo para justificar que la economía española se desmorona con más facilidad que una construcción de naipes y pasa del éxtasis a la depresión en un suspiro. Las turbulencias de los mercados, la opacidad financiera o la ingeniería crediticia por las que empezó todo son ajenas a la dualidad del mercado laboral –contratos fijos muy rígidos y temporales tan frágiles como el cristal–, a la insostenibilidad del Estado del bienestar o la nula competitividad nacional, que pagamos con la tasa de paro más elevada de los países desarrollados. No nos engañemos a nosotros mismos: somos más pobres, no podemos vivir al mismo ritmo. Cuanto más tardemos en admitirlo, más se agravarán todos nuestros males.

El problema fue que la fiesta adquirió unas proporciones colosales. Los invitados, encantados, consumieron a todo tren, tuvieran o no posibles para ello: que nos lo fíen, un año de estos lo devolveremos. En la euforia de esos dulces momentos, todos felices chispeando entre burbujas de hermosos datos amañados, nadie quiso enterarse de que ninguna juerga es eterna, ni de que cuando despunta el alba y deja de atronar la música hay que pasar por caja y abonar religiosamente la factura.

España es en los últimos años un espejismo. Cuando la borrachera llegó al límite estalló la crisis para darnos una sacudida de sensatez y bajarnos con crudeza de la nube: no salimos de pobres. Al menos no somos tan ricos como creíamos y pregonaban triunfalistas los gobernantes para exhibir logros que eran en realidad taimadas trampas. Es lo que el filósofo alemán Jürgen Habermas acaba de bautizar como «la ilusión del bienestar español».

No es normal, ni viable, que España construya tantas viviendas –así llegó a ocurrir– como Alemania, Francia e Italia juntas. No es normal que España invierta en infraestructuras el triple que Alemania –nación que duplica holgadamente nuestra potencia económica–, lo que llevó a un ministro teutón a afirmar que el nuestro era «un precioso país lleno de autopistas vacías». No es normal que España, con veinte veces menos territorio que China, vaya a tener la red de ferrocarriles de Alta Velocidad más extensa del mundo, sólo superada por la del gigante asiático, en sí mismo un continente.

Todo se antoja tan anómalo que el propio ministro de Fomento reconoce hoy que muchas obras se realizaron sin valorar su viabilidad económica o sus costes de mantenimiento, «creyendo que el crecimiento era estructural y no coyuntural». Era una ciega huida, como la de esa familia a la que le toca el gordo, lo funde al instante y al siguiente año quiere gastar al mismo ritmo sin que la suerte haya llamado otra vez a su puerta. Lo malo es que son ahora los ciudadanos quienes van pagar los platos rotos de tanta imprudencia, de tanta ligereza impúdica y grosera que poco tiene que ver con las hipotecas alegres o la inestabilidad financiera con las que se inició el lío. Con crisis o sin ella, los problemas estaban ahí. Era más cómodo, e irresponsable, demorarlos.

Asegúrense los cinturones para un frenazo brutal. Vamos a ganar menos porque tenemos menos que repartir. Muchas empresas para sobrevivir limarán salarios. El Gobierno, con el decretazo a los funcionarios, marca la pauta. Vamos a tener más paro –una insoportable tasa del 20% ahora, 4, 6 millones de dramas humanos– porque no hay crecimiento. Sin actividad, sin cosas que producir, no abunda el trabajo. Trece de cada cien euros que recauda España son para pagar a los parados ¿nos lo podremos seguir permitiendo?

Vamos a tener menos obra pública porque ya se percibe la drástica caída de su intensidad y porque otro tijeretazo espera en la esquina. Vamos a tener que replantear las pensiones porque han aumentado espectacularmente mientras las cotizaciones sociales con las que se sustentan no crecen al mismo ritmo. Ese desfase es insoportable por tiempo indefinido. Vamos a tener que adelgazar la sanidad porque devora la mayor parte de los presupuestos autonómicos. Con su crecimiento exponencial, fuera de control, se convierte en un pesado lastre que apenas deja margen de maniobra para otras inversiones productivas.

Y, en fin, vamos a tener que prescindir del bastón europeo. Después de haber recibido entre 140.000 y 170.000 millones de euros de Bruselas, a partir de 2014 no habrá maná comunitario para España, en medio de una UE con un euro tocado –y con él, la unidad–, una Europa difuminada entre personalidades grises conscientemente elegidas para que manden los gallos de cada corral y ninguno se sienta en peligro al caro precio de transmitir debilidad a los inversores internacionales.

En momentos como estos hacen falta los estadistas de talla que hablen claro de una vez, sangre, sudor y lágrimas, y expliquen de frente la enorme envergadura del problema. Alguien que, sin enredar en las bancadas del Gobierno con impuestos ideológicos o en las de la oposición con el zarandeo por el zarandeo, pida realismo y sacrificio pero devuelva rigor y determinación. Alguien que les diga a los ciudadanos a la cara que así no podemos seguir.

Enseña un proverbio chino que lo primero que hay que hacer para salir de un pozo es dejar de cavar. Cada minuto que retrasemos las reformas que se coligen de los apabullantes números de la realidad española estamos una palada más abajo dentro de nuestro propio agujero.

DIARIO de IBIZA