Cuando le conocí en 1998 ya tenía sus esculturas colocadas en los mejores museos y lo que es mejor, en las calles más concurridas y lujosas del mundo. Le comenté el placer que sentí al toparme inesperadamente con una de sus esculturales muestras de ironía en pleno centro de Nueva York.

Él sonreía de una forma amable y socarrona. Desde muy joven había sido un francotirador y no me lo imagino de rebelde, pero ahora deduzco que no tenía otra posibilidad, dada la fuerte tradición de los grandes escultores británicos del siglo XX. O acabas con ellos o ellos impedirán que crezcas.

Se ha dicho que era un relativista muy accesible. Seguro. «He aprendido mucho desde que empecé, ahora soy más hábil tratando con los negociantes y a la gente en general». Ibiza le venía al dedo, un sitio en el que en los 80 todavía se podía salir y pasear, beber y charlar en plena calle y encontrarse con gente interesante sin prisas.

Se supone que yo tenía que entrevistarle. Vino al Museo con un amigo, pero cuando vi al amigo pensé que sería mejor seguir mi vieja regla: en las entrevistas es mejor estar a solas con el entrevistado. En realidad no sé si le entrevisté, pero quedé con la convicción de haber recibido una ducha en mi amor propio: mi inglés era lamentable. El amigo traductor se partió de risa cuando se lo conté: «no te preocupes», vino a decirme, «Barry se hace indescifrable cuando quiere».

Quería a menudo. Su sonrisa le humanizaba y no era distraído ni lento de reflejos: conocía exactamente a quien quisiera conocer y se acordaba de detalles nimios años después.

Cuando le reencontré mucho más tarde en plena terraza de Las Dalias, bajo un sol sin piedad, Flanagan vestía su camisa y su chaqueta de invierno. Tomaba ya en plena mañana su inseparable dosis de güisqui sin hielo. No me importaba lo más mínimo, porque lo más probable es que al mediodía yo mismo ya fuera pertrechado con varias cervezas. El problema es que la bebida le hacía todavía más incomprensible. Pero nos entendíamos casi con monosílabos.

Él llevaba su cámara fotográfica y se sintió atraído por la plástica de mi barriga fenicia, adornada con un fastuoso colchón de pelo de cabra que traza una línea perfecta desde el esternón hasta abajo. Un diseño fenicio muy habitual en los mediterráneos. Pero al barbilampiño galés debió atraerle la plástica arcaica y poco apolínea pero funcional de mi bien cebada panza, que Dios me mantenga muchos años.

Y se reía. Y yo. Se fijaba en todo y apostillaba con humor.

No acabaría con las anécdotas, todas amables que le confirman como un caballero, un amigo y un artista muy sólido. Sólo recordar que es el prototipo de elefante: vino, se afincó, creó, se fue desalentado de Ibiza y finalmente regresó. Y aquí respiró el último aliento.

Un ejemplo: Jacquie vendía libros usados en Las Dalias. Unos días antes de abandonar Ibiza, Barry se acercó al puesto de Jacquie y le puso en sus manos una caja repleta de libros leídos como regalo y como signo de agradecimiento. Todo un tipo, aunque Anthony Burgess diría que los galeses no saben beber.