A la costumbre de incumplir normativas, evadir impuestos y burlarse de derechos ajenos, se le llama en Ibiza ´fiesta privada´. Se organizan en terrenos públicos en la costa o en casas en el campo y se les llama privadas porque no entra quien quiere, sino gente escogida de antemano por los organizadores. El verano ibicenco se llena de fiestas que son sinónimo de molestar al vecindario, incivismo y pisoteo de la legalidad, con el regodeo del ´me lo puedo permitir´, porque en el raro caso de que les multen les siguen saliendo las cuentas lo suficiente como para repetir cuando y como les plazca. Estos caballeros están tan seguros en su negocio, basado en el avasallamiento de los derechos de los demás, porque han visto cómo discotecas y bares en la isla fastidian el sueño, el olfato y la seguridad del vecindario sin que pase nada.

Ahora amplían el negocio, invaden urbanizaciones y zonas boscosas, lo que haga falta para vender más caro el ruido que atormenta a los habitantes de la isla, en la seguridad de que harán negocio por más que molesten. Salas sin aforo, discotecas camufladas sin papeles, casas alquiladas reconvertidas en discoteca eventual que provoca en los vecinos angustia anticipatoria cuando se acerca el verano y una frustración también anticipable cuando la denuncia al teléfono de la Guardia Civil, si se consigue que visite el lugar, suele servir para que les expliquen que «se trata de una fiesta privada». Un cumpleaños, vamos. Con tales engaños tienen atemorizados a pueblos enteros, Santa Gertrudis y ses Païsses ultimamente, sin que pase nada. Es lógico que quede en el vecindario la impresión de que esa impunidad sostenida se debe a la connivencia de una autoridad que no ejerce.

Dicen que los invitados a esas fiestas llevan entradas pagadas a buen precio que tienen que ver con discotecas que las organizan. No sería de extrañar, dado el abuso a que nos tienen acostumbrados las discotecas que han conseguido que los vecinos malvendan las casas próximas tras años de hacerles imposible el descanso y, en ocasiones que conozco, aprovechen para comprarlas a buen precio los mismos que abusaron de su sueño hasta conseguir echarlos.

Hay otros organizadores, y un pariente lejano del jefe del Estado del anterior régimen anda por la isla presumiendo de montarlas y con desfachatez declara en la tele que le debemos una pensión por lo que ha hecho por Ibiza. Las autoridades podrían reconocerle esa pensión tras la próxima fiesta que organice con una estancia gratis en el calabozo, lugar que no le resultaría nuevo al muchacho tras estar en prisión en Uruguay por tráfico de drogas. Porque éstas no son inocentes fiestas de cumpleaños y asocian, al tipo y volumen inaguantable de la música con que mortifican, el negocio con la droga que apesta a Ibiza.

El alcalde de Sant Joan toma la iniciativa de coordinar con la delegada del Gobierno el parar el atropello. Pero faltan todos los alcaldes y el Consell y un teléfono al que un vecino llame de madrugada en la confianza de que su protesta conseguirá una acción de las fuerzas del orden que sea eficaz en pararlo. Sólo si paran la fiesta en marcha, controlan el uso de droga por los presentes, llevan al juez a los responsables y requisan los potentísimos equipos de sonido, los organizadores dejarán de disfrutar su privilegio de hacer dinero a costa de la paz ajena. Siempre faltó la voluntad política para hacerlo, que las fuerzas de seguridad tengan órdenes claras de la autoridad política para defender a las víctimas en lugar de justificar a los agresores.