El diagnóstico del primer caso de gripe porcina en Ibiza coincide con ese pasar de moda de las noticias tan peculiar a los medios de comunicación. Y aunque dicen los epidemiólogos que lo peor puede estar por venir en el otoño, esta noticia ya ha tenido, como tantas, un efecto de alarma y miedo a enfermar entre la gente.

Comprueba la ciencia que el temor a enfermar se convierte para algunos en una enfermedad auténtica. El experimento más clásico en el tema se hizo como parte de un famoso estudio, el Framingham, cuando se vio que las mujeres que se creían propensas a enfermar del corazón tenían casi cuatro veces más probabilidad de morir que las mujeres con similares factores de riesgo que no se pensaban predispuestas. Es decir, sin nada que ver con la edad, la presión arterial, el colesterol o la obesidad, la que se considera enferma se enferma de verdad y hasta se muere. Parece que el miedo a enfermar tiene bastante que ver en la vida real con los esfuerzos de los profesionales para concienciar a la gente de los peligros que acechan su salud. John Adams, profesor de valoración de riesgos del University College London, ha acuñado un diagnóstico para este énfasis excesivo de los profesionales de la salud y sus jefes políticos en posibles consecuencias negativas: CRAP, iniciales en inglés de ´Psicosis debida a un asesoramiento de riesgo compulsivo´. Piensa Adams que al fenómeno colabora un clima de falta de confianza en el que los profesionales practican una medicina defensiva porque desconfían de posibles denuncias de sus pacientes. Lo que dio lugar a un consentimiento informado que pronto firmaremos antes de ponernos una inyección. También las advertencias de los prospectos de las medicinas por razones de precaución sobre hipotéticos efectos secundarios que pocas veces se materializan pueden ser malas para nuestra salud, pero adquieren toda su potencia cuando es el médico quien nos las cuenta. Es la otra cara de esa moneda algo manida y muy costosa del principio de precaución. Le llaman nocebo, por contraste con placebo, a esa expectativa negativa que se hace real con nuestra asustadiza colaboración y que también surge de los avisos que nos llegan sobre las nuevas tecnologías y los riesgos medioambientales.

Arthur Barsky es un psiquiatra americano que calcula el ahorro que supondría evitar los efectos secundarios que se deben a las expectativas de daño de los pacientes por el efecto nocebo de los prospectos: solo el 11% de efectos adversos que los pacientes atribuían a una medicación se relacionó por los investigadores con la medicación. Muchas enfermedades del siglo XXI, desde el síndrome de fatiga crónica, el dolor de espalda o la sensibilidad a las ondas electromagnéticas se han relacionado con este efecto nocebo, y también alergias alimentarias y obesidad. Se ha acusado a las políticas sanitarias de ayudar a la gente a enfermar por un exceso de énfasis en la prevención y por la ambigüedad de mensajes que promueven la creencia de que estamos en riesgo por casi todo lo que tocamos, comemos o respiramos y nos hacen sentir vulnerables e interpretar cualquier síntoma como problema de salud. El que está advertido corre más peligro de crearse la enfermedad. Así se ensancha esa epidemia de enfermedades inespecíficas que tiene efectos tan incapacitantes en mucha gente, y los síntomas de la vida misma se convierten en síndromes aunque les faltan las evidencias físicas de las enfermedades que padecían nuestros abuelos.