Lina Tur y Ricardo Urgell están sobre el escenario del baluarte de Sant Pere. No se ve, pero les arropan dos ángeles. Cada uno tiene el suyo. «Como dice Antonio Colinas, 'los que no están nos sobrevuelan'», afirma la violinista, ya con la Medalla de Oro de la ciudad colgando sobre su pecho, refiriéndose a su madre, María. El del empresario, si de sobrevolar se trata, lo hace en moto. «Es un día triste. Se ha ido un amigo, alguien a quien quería, pero está volando por aquí, que por eso era un ángel», comenta el fundador de Pachá, recordando a Ángel Nieto, un recuerdo que se gana uno de los aplausos más sentidos del acto de entrega de las Medallas de Oro, al que asisten cerca de 200 personas.

La mayoría de ellas llegan al baluarte abanico en mano. Sobre todo los políticos que han asistido a la misa en la catedral. Sobre todo los que a pesar de los 30 grados de última hora de la tarde llevan camisa y americana. Hay quien tiene trucos: «La mía es fresca, no lleva forro», comenta el concejal de Cultura de Vila, Pep Tur, mientras el baluarte empieza a llenarse. Entre los asistentes se encuentran Joan Gràcia de Tricicle, el promotor musical Pino Sagliocco, Pocholo Martínez Bordiú, el hippy Tanit y el poeta Antonio Colinas, al que Lina Tur, con un etéreo vestido blanco, saluda efusivamente antes de subir al escenario y sentarse junto a Urgell.

Las renuncias de la música

«Este año, la música es la gran protagonista de esta cita. Las medallas de este 2017 se otorgan a personas que han hecho de la música el hilo conductor de su vida», señala, en su discurso, el alcalde de Ibiza, Rafa Ruiz. Recuerda cómo los vecinos de Dalt Vila escuchaban «a diario» las notas que Tur, siendo apenas una niña, hacía brotar de su violín «durante sus interminables horas de práctica» y asegura que si Urgell iniciara hoy su andadura empresarial lo calificaría de «emprendedor o innovador», aunque en su caso, indica, «habría que añadir visionario».

La intérprete se emociona cuando Santi Boned Bufí, violinista y profesor de música, tras repasar su trayectoria profesional habla de «lo que no se encuentra en Internet» sobre Lina Tur, que no puede evitar girarse para ver las imágenes de su vida que se proyectan en una gran pantalla. Boned habla de las emociones de compartir escenario y de las renuncias a las que obliga la música y de lo difícil que es «destacar en un colectivo tan grande» y evoca la definición de genio de Beethoven [«un 2% de talento y un 98% de perseverancia»] y, mirando a Lina Tur, que sonríe, añade: «Y un porcentaje muy alto de amor e ilusión por lo que se hace».

Algo más tarde, después de recibir la Medalla de Oro, la propia intérprete abunda en esas renuncias y esos sacrificios y ese esfuerzo. Explica cómo por la música se ha perdido «bodas, bautizos y comuniones» de sus seres queridos. Agradece que quienes la quieren hayan entendido su vida. Y asumido que pueden pasar muchos meses sin verla. Explica que su carrera no sería la que es sin la guitarra que su hermano dejaba tirada y que la tentaba a hacer sonar sus primeros acordes, sin su contacto con la danza gracias a su hermana, sin el «gran maestro» que fue su padre, el clarinetista Antonio Tur Marí, y sin el empuje constante de su madre, María Bonet.

Ricardo Urgell tiene tantas ganas de hablar que se acerca al micro antes de tiempo, aún sin la medalla y sin que el historiador Pere Vilàs, que sube en ese momento al escenario, haya leído los méritos del empresario. Ríen al encontrarse frente a los micrófonos. Ríe el público el malentendido. Urgell se sienta de nuevo y escucha, atento, su propia historia. Desde sus estudios de arquitectura y sus primeros negocios (una escuela de esquí y el primer Pachá en Sitges) a sus discotecas por más de medio mundo.

La misma historia a la que luego él, añade algunos detalles. Rememora que Ibiza, cuando llegó en el 68, le pareció «una joya», que dos años después, cuando decidió montar la discoteca intentaron disuadirlo alegando que aquí «sólo había cuatro hippies», que el solar era «sólo un huerto con almendros y bestiar». Confiesa que llevar ese negocio es «complejo» [incluso indica a los nuevos propietarios que «aún tienen que aprender»] y que no le gusta estar ahora «apretado de semáforos y pasos de peatones». Tan poco le gusta, que pide poder llevarse la discoteca de nuevo a un entorno rural, «al campo», pero sin salir del municipio de Ibiza. El empresario va más allá y, a pesar de tener a sus espaldas, pendiente de sus palabras, a toda la corporación municipal, califica de «fea» la parte de la ciudad en la que está aún la discoteca, afirma que la llamada «milla de oro» de Vila tiene poco de dorada y que no le gusta el aspecto de extrarradio que tiene la entrada a Ibiza. De hecho, se propone, a pesar de estar «retirado», hacer algo para mejorar ese paisaje.

Mira al alcalde de Santa Eulària, sentado el primera fila, cuando explica que con el hotel que tienen en su municipio «nunca se sabe qué pasará» y recomienda a los políticos que sean más tolerantes: «Los lugares con más permisividad están mejor». Comentario que, por los cuchicheos que intercambian algunos de los políticos sentados a su espalda, no pasa desapercibido, precisamente. «Es único», comentan, sentados en las últimas filas, algunos de los amigos de Urgell, que está a punto de concluir su discurso. Ése que ha empezado recordando a su Ángel.