Gafas y cremas de sol, imanes, camisetas y el gran clásico: el llavero. Estos son los objetos de deseo de los turistas que se van de las tiendas sin pagar.

Un pequeño hurto puede ser una inocentada o una necesidad, pero sobre todo, un capricho. «En muchas ocasiones la misma persona que se esconde una figurilla de lagartija es la que luego te la compra con un billete de cincuenta en el momento en que le llamas la atención», explica Esperança Ribas, de una tienda cercana al monumento a Colón en Sant Antoni.

A pesar de la gran cantidad de hurtos que se producen cada día en las tiendas de souvenirs, es imposible establecer un perfil del ladrón. Así lo afirman las dependientas de los establecimientos consultados: «Hay de todo. Una turista bien vestida y aparentemente normal, puede luego intentar irse de aquí con algo sin haberlo pagado», comenta Pepi Calderón, rememorando la ocasión en que una chica entró en la tienda, cogió uno de los bolsos con el logotipo ´Ibiza´ estampado, le sacó el relleno y lo atiborró de pequeños souvenirs. A continuación, se colocó el bolso al hombro y salió de la tienda tranquilamente. Es indudable que los que hurtan llaveros o imanes no son ladrones de guante blanco: «La gente se esconde los objetos debajo de la camiseta, y se ve enseguida», afirma Fatia Erraahmuni, compañera de Pepi Calderón. «Se meten de todo: botellas de agua, gafas de sol, desodorantes... También en los bolsillos», continúa.

Los bolsillos son, de hecho, lugar de almacenamiento común de los cacos del artículo de recuerdo. Como aquella vez que una mujer se dirigió al mostrador para pagar con un bulto en cada bolsillo. Cuando la dependienta, Fatia Erraahmuni, le llamó la atención, la mujer sacó de cada bolsillo un huevo: una reproducción de la popular estatua de Sant Antoni. Pero no todo el mundo es tan discreto cuando llega la hora de mangonear algo. Neus Ribas regenta una pequeña tienda de la calle Ramón y Cajal, en Sant Antoni. Colgados fuera, se amontonan balones, colchonetas y palas. «Un día que no había ni un alma por la calle, pasó una moto dirección hacia arriba. Luego vi que pasaba de vuelta... ¡Y agarró una colchoneta de las que estaban colgadas en la pared!», comenta entre risas. Y así se quedó ella, mirando cómo la moto partía con la colchoneta en manos del que iba de paquete.

En la Quinta Avenida del souvenir ibicenco de Sant Antoni las han visto de todos los colores. Pepi Calderón ya lleva 34 años trabajando en una de las tiendas de recuerdos más antiguas de la localidad. Con los años y la experiencia se acaba por establecer una metodología, común a todos los establecimientos: «Esperamos a que el cliente decida salir de la tienda», afirma Calderón. «De modo contrario corremos el riesgo de que nos acusen de haberlos culpado antes de tiempo, con la excusa de que se lo estaban guardando para pagar», añade.

No hay solución. Es la lucha constante de dependiente contra caco. En las tiendas pequeñas, como la que regenta Sònia Ramon, todo es algo más fácil porque alcanza a ver el establecimiento entero desde el mostrador. Además, Ramon afirma saber de qué pie cojea el que tiene intención de llevarse algo: «Normalmente, cuando hay un grupo y uno de ellos empieza a preguntarme algo sin sentido, es que me quiere enredar mientras el otro aprovecha. Y cuando lo pillo, le llamó la atención». Pero en realidad, eso tampoco es sencillo. La psicología y la sangre fría son una parte fundamental del trabajo diario en las tiendas de recuerdos.

La dependienta que se acerca a un cliente y le dice que qué hace metiéndose algo en el bolsillo, se está enfrentando a un desagradable cara a cara. «En realidad, a veces le da más pudor al dependiente decir algo que al que se ha metido un llavero en el bosillo sacár el objeto cuando se le insta a devolverlo», comenta Esperança Ribas. Algo así le pasó a ella en una ocasión, cuando llegó a su tienda una pareja de jubilados. Todo iba bien hasta que llegó el momento de pagar. Ribas le preguntó al cliente si no tendría algo suelto y el hombre, dispuesto a buscar unas monedas, se metió la mano en el bolsillo. Al sacarla, se le quedó en la palma un brillante llavero. En ese instante se puso colorado y la dependienta, a pesar de la evidencia, no supo qué decirle. Así que optó por hacer como que no había visto nada porque, dice, se quedó «muy cortada».

Aunque esta actitud es la excepción, porque las dependientas le echan bastante valor a la hora de ir hacia todo aquel que creen que esconde algo. Así hace Pepi Calderón: «Cuando sustraen algo de la tienda, salgo detrás de ellos, corriendo como una bala si hace falta». Así lo hizo con la chica que se llevó el bolso que había llenado con otros souvenirs, a la que interceptó en plena calle. Su compañera Fatia Erraahmuni comenta que los tiempos han cambiado y que ahora «se ponen muy arrogantes y en lugar de pagar el producto, te lo dejan tirado por la tienda y se largan». Resumiendo, «ya no están avergonzados de lo que han hecho».

Hombría latina

Puede que la supuesta ´hombría latina´ tenga algo que ver, ya que todas la dependientas concurren en que españoles e italianos son los únicos que, pillados in fraganti, se encaran con el vendedor y los más intransigentes a la hora de devolver lo que se han intentado llevar. Esperança Ribas afirma que en esos casos lo mejor es «amenazarlos con llamar a la Policía» para que suelten lo que no es suyo. En otras tiendas, como la de Pepi Calderón y Fatia Erraahmuni, creen que eso aún crea un problema mayor y se corre el riesgo de perder la mercancía. Además, «coger algo por un valor tan pequeño no es delito», destacan.

En las tiendas de gran tamaño, como la de Esperança Ribas, hace un par de años instalaron cámaras de seguridad «para disuadir», explica, «pero en realidad hay los mismos hurtos». En su tienda se llevaron hasta una espada samurái en una distracción. «No hago inventario: el día que sepa todo lo que me falta, me da un disgusto», dice.