Hay personas que han perdido un brazo o una pierna y, pasados los años, sienten ese miembro como si aún formara parte de su cuerpo. Cuando veo las fotos de la torre de Can Pere Mosson, derruida prácticamente en su totalidad tras las fuertes tormentas de diciembre pasado, pienso en aquellos mancos a quienes les pica un brazo que ya no tienen y, siguiendo el instinto, se rascan en un fragmento preciso de nada. Mi abuelo era uno de ellos. A mí, el vacío que antaño ocupaba la torre me sigue punzando. Como si aún siguiera ahí, imponente, y nunca se hubiera venido abajo.

Descubrí Can Pere Mosson la primera vez que anduve hacia las torres medievales de Balàfia. Nunca llegué a alcanzarlas. Cogí el camino que parte de detrás de la iglesia de Sant Llorenç, tal y como me habían indicado, y caminé con la ilusión de hallarlas en mitad del campo. A poco más de doscientos metros, sin embargo, avisté una verja encalada, rematada en punta; eso que los ibicencos llaman esquena d´ase (espalda de asno). Su perímetro resguardaba una casa payesa de dos plantas, con tres arcos y un balconcillo en la superior, y con la fachada principal totalmente pintada de blanco. Únicamente chirriaba la antena parabólica que se asomaba desde el primero de los arcos.

En paralelo a la casa, desde la abertura de la valla, partía otro sendero flanqueado por sendos muros también puntiagudos, que desembocaban en una fantástica torre predial, casi de cuento. Ya había fotografiado numerosos refugios prediales del interior de la isla, pero ninguno me había parecido tan esbelto como el de Can Pere Mosson. Su base era algo más pequeña de lo habitual, pero se elevaba a una altura muy superior a la casa, con muros completamente verticales, sin el menor talud, y daba la sensación de estar ligeramente inclinada; nuestra particular y humilde torre de Pisa, pero menos€ Desde el suelo hasta aproximadamente la mitad de su volumen exhibía capas superpuestas de cal, al igual que la franja horizontal que remataba la cubierta. Entre medias, mampostería de piedra clara y terrosa. Era, sin duda, la torre más estilizada que existía en Ibiza.

Tras otear su estructura y recovecos desde los límites de la propiedad, albergué dudas de si aquella ya era una de las torres de Balàfia. Incluso barrunté si en realidad solo existía una y ya la había encontrado. Seguí tímidamente el camino que serpenteaba junto a la casa hasta alcanzar un pozo cercano, también encalado. Me entretuve con él y di media vuelta para volver a deleitarme con aquel prodigio de la arquitectura rural de Ibiza. Y luego regresé por donde había venido, convencido de que aquella era la famosa torre de Balàfia.

Al cabo poco tiempo fui consciente del error y regresé a Sant Llorenç para descubrir por fin las dos torres del conjunto medieval, situadas a unos cientos de metros más allá de aquella. No me decepcionaron, pero tampoco me parecieron tan imponentes como la que aguardaba en las proximidades de la iglesia.

Cuentan los historiadores que la torre de Can Pere Mosson es del siglo XVI, ligeramente más tardía que las de Balàfia, originarias del XV. Sin embargo, fue erigida sobre otra más antigua, que acabó derribada tras un ataque de los piratas berberiscos, en 1538. A diferencia de la mayor parte de las torres prediales de la isla, dispone de tres plantas en lugar de dos. Antiguamente se accedía a ella por el nivel intermedio, que enlazaba con el inferior mediante una escalera de obra insertada en el muro. Con el paso de los siglos, ya lejana la pesadilla corsaria, se le abrió un acceso en la planta baja y la puerta de antaño se convirtió en ventana. La torre incluso fue utilizada como vivienda durante algunos años, hasta resignarse al olvido. La dejadez acabó derrumbándola, con la complicidad de la lluvia.

Desde que cayó la torre, no he vuelto a ir a Can Pere Mosson. Temo que al contemplar el vacío y ese mínimo fragmento que aún se sostiene, deje de sentir calambres en esa extremidad amputada de nuestra historia. Dicen que algún día se reconstruirá, pero no será lo mismo.