No existe en Ibiza una arena de calibre más grueso que la de Platges de Comte. Basta con sopesar un puñado y dejarla escurrir entre los dedos, para percibir su textura irregular y su heterogeneidad: fragmentos de arenisca y astillas de una variedad inclasificable de conchas. Arena que roza el estatus de piedra; la que más fácilmente se despega de los pies cuando se seca, al contrario que en otras playas. Un microcosmos en la palma de la mano, del que a veces brotan unas tapas planas, de silueta redonda, aspecto fosilizado y extraordinaria geometría. Una cara es lisa y forma una espiral perfecta. La otra, también suave pero ligeramente más rugosa, tiene forma de oreja.

Los ibicencos de antaño -hoy poca gente lo recuerda-, llamaban a este capricho de la naturaleza piedras de Comte y las recolectaban en las playas de Tramontana y Ponent o en es Racó d´en Xic. En todas abundaban. En las casas de campo se utilizaban para contar y, en ocasiones, al sentarse a jugar a las cartas, las amontonaban sobre la mesa para ir sumando los puntos de la partida.

El uso más sorprendente, sin embargo, guarda relación con la vista. Los payeses se las aplicaban sobre los orzuelos e incluso había quien las colocaba bajo el párpado, del lado plano y movía el globo ocular hasta extraer una mota rebelde. Al oír estas historias, uno se pregunta quién fue el primer valiente que se atrevió a incrustarse un cuerpo extraño en el ojo€ Las mujeres solían conservarlas en una cajita, como joyas extraídas del mar.

Las piedras en realidad son opérculos, la tapa que cierra con hermetismo la concha de los caracoles de mar (Astraea rugosa), una vez el animal se enclaustra en el interior; la puerta de la casa. En otras zonas de la isla, donde también se encontraban aunque no con tanta abundancia, eran conocidas con distintos apelativos, como pedres de mal de cap, término muy parecido al empleado en determinados enclaves peninsulares: piedras de la jaqueca. Con ellas se hacían collares, pues consideraban que poseían propiedades curativas frente a las migrañas.

Los opérculos también son citados como orejillas u ojos de mar y se usan en joyería desde época romana. Incluso se han encontrado ánforas repletas. Su nombre más extendido, sin embargo, es el de ojos de Santa Lucía, en alusión a la patrona de los ciegos y abogada de la vista. Una sorprendente coincidencia con el uso que los ibicencos históricamente han hecho de las tapillas. Santa Lucía fue martirizada en Siracusa (Sicilia) en el año 304 y, aunque existen múltiples versiones de su biografía, una afirma que la santa se arrancó los ojos y los arrojó al mar, después de que un joven adulase su color y la prodigiosa luz que emanaban. Así demostró su compromiso con dios. Es la razón de que múltiples artistas, a lo largo de la historia, la hayan representado con sus ojos en una bandeja.

En torno a las piedras de Comte oscila también la etimología de esta playa insólita, considerada por muchos como la más increíble de Ibiza. El investigador Pep Marí, Reiala, sostiene que el origen de Comte radica precisamente en los opérculos de caracola, frente a otros historiadores, que relacionan el topónimo con el conde Nuño Sanz, conquistador de Ibiza en el siglo XIII y propietario de este territorio por unos pocos años.

La verdad, sin embargo, ha quedado atrapada en las telarañas del tiempo, al igual que la historia de Santa Lucía. A mí me gusta pensar que la mujer que inspiró la leyenda tenía brillantes ojos de color turquesa, como el agua siempre cristalina de Comte. Y que los opérculos que hoy arrastran las olas constituyen un recordatorio permanente de la belleza casi milagrosa de este enclave único y de la necesidad de conservarlo.

Xescu Prats es cofundador de www.ibiza5sentidos.es