El 1 de abril de 1939 se había ganado la guerra, pero los medios en general y Franco en particular, más que a la Paz se referían a la Victoria. Lo cierto es que en virtud del inasequible empeño de permanencia en el poder que demostraba el Caudillo y que, reconozcámoslo, era secundado por muchísimos españoles, se estaba asistiendo, tras el cruento paréntesis de una guerra en la que era imprescindible un mando único que nadie discutía, al nacimiento de un nuevo régimen, un nuevo Estado. Éste Estado fue el Estado franquista, el que se mantuvo hasta la muerte del dictador, en 1975. Pero para mi generación, aunque habíamos nacido con la dictadura de Primo de Rivera, vivido en la Monarquía de Alfonso XIII y padecido las turbulencias de la IIª República, fue nuestro Estado durante mas de treinta y cinco años, los de nuestra juventud y nuestra madurez, los de nuestro servicio militar, nuestros mejores años. Hoy, con una torpe política pretenden algunos borrar del mapa, ignorar, ese largo período de nuestra historia, sin percatarse de que una de las razones por las que se soportó tanto tiempo a Su Excelencia fue por el pánico existente a que volvieran los anteriores: La República con sus deplorables excrecencias.

Empecé, pues, mi segundo curso de bachiller-39/40- con el plan de 1938 que implantó Pedro Sáinz Rodríguez en su breve transito ministerial, truncado por un inocente chiste sobre el Generalísimo que le provocó su inmediata destitución. Tenía 12 años e ir al Instituto ya estaba chupado; atrás quedaron las largas caminatas desde San Rafael. Ya no había aquel constante temor a las alarmas; conocía a alumnos y profesores; inicié el curso sin retrasos. Pero, al margen de lo académico, empezaban las largas penalidades de la postguerra.

En Ibiza y en la España nacional, en general, se sufrieron menos contrariedades alimenticias que en la zona roja. Aquí, durante la guerra los barcos italianos Guido Bruno y el Tre Marie nos traían desde Sevilla y en viajes más o menos periódicos los alimentos esenciales, sobre todo la harina panificable. Pero acabada la guerra se encontró Franco con un enorme aumento de la población a mantener y pocos recursos con que afrontar el problema. En mayo de 1939 su gobierno estableció la obligatoriedad de la "cartilla de racionamiento" que regiría las economías domesticas hasta el año 1953 bajo el paternalismo de la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes. Todos los alimentos empezaron a racionarse y algunos con evidente sordidez. También en las Pitiusas.

Había empezado otra guerra que se preveía terrible. El 1 de septiembre de 1939 el ejército alemán invadió Polonia; el 3, Francia y el Reino Unido declararon la guerra a Alemania. La II Guerra Mundial había comenzado. España se declaró oficialmente, neutral, pese a las evidentes simpatías que sentía por Alemania. Los españoles se dividieron en anglófilos y germanófilos. Éstos abundaban ante los rápidos e iniciales triunfos alemanes: Polonia se ocupa el 28 de noviembre; se invaden: Dinamarca (9 de abril del 40), Noruega (abril-junio), Países Bajos (15 de mayo), Bélgica (28 de mayo). Paris se ocupa el 14 de junio y Francia capitula el 22. Italia, uniéndose al vencedor, declaró la guerra a Gran Bretaña y Francia el 10 de junio.

También en casa ocurrían sucesos relevantes. El 13 de enero de 1940, en la iglesia de Jesús, se casó mi prima Cecilieta con su novio Antonio Llorens de Ros. Éste dejaba su farmacia de Formentera y abría otra en Sant Just Desvern, pueblo inmediato a Barcelona, lugar al que se trasladaron los recién casados. Lamentamos la marcha de Cecilieta pues su juventud y alegría desbordantes llenaban el hogar. La añoranza fue sentida, sobre todo, por tía Cecilia, por alejarse de su única hija de la que jamás se había separado. Mi abuela Pilar, octogenaria cumplida y con achaques reumáticos, enfermó seriamente aquel invierno y eran muchos los días en que no se levantaba de la cama. No sé, y creo que los médicos tampoco lo supieron, cual fue su enfermedad; el caso es que precisamente el Sábado de Gloria la enterraron. Entonces uno nacía y moría a domicilio. Para evitarnos trances y escenas dolorosas se nos envió a mi hermana Pili y a mí a casa de tía Vicenta Román, con los otros hermanos. Sentí de veras su muerte pues para mi fue mi madre y mi padre. Tía Cecilia nos aseguró, al volver con mi hermana Pili, que ella la sustituiría en todo y así fue, continuamos viviendo en su casa aunque nuestra tutoría a efectos legales pasó a manos de Francisco Llobet Oliver, nuestro tío segundo.

Mi curso académico se desenvolvió en una normalidad absoluta hasta el punto de que lo aprobé todo en junio. Durante el curso teníamos misa obligatoria diaria en la iglesia de Santo Domingo, ligada con la asignatura de Religión. No se si fue don Isidoro u otro sacerdote forastero, que apareció y desapareció del Instituto, quien me seleccionó para que durante la eucaristía leyera en alta voz las principales oraciones, lo que me obligaba a ser puntual y no faltar. A partir de la primavera fueron frecuentes nuestras escapadas a S´Aranyet. En vacaciones, con mi amigo Bernardo Cardona, que también vivía en la calle de la Cruz, y con el que compartía un grito de guerra especial para comunicarnos de balcón a balcón y citarnos, hacíamos continuas excursiones con bicicletas alquiladas en Casa Serapio por los alrededores de Ibiza, a Figueretas, a la playa de Talamanca, a Jesús, a San Jorge.