Acabadas mis clases matutinas en el instituto, tenía que regresar presuroso a mi casa si quería llegar a una hora conveniente para comer y evitarme problemas hogareños. Como en ocasiones -tres días a la semana- se nos daba latín a la una, lo que suponía finalizar la clase a las dos, difícilmente podía estar entonces en Cas Felius antes de las tres y media o cuatro. No cabía siesta, recreo, ni deberes pues mis postres casi coincidían con la anochecida. Y tenía que acostarme temprano, pues al día siguiente, antes de que la Aurora de rosados dedos, hija de la Mañana anunciara el Día, como nos decía Homero, debía ponerme en camino y a pie, hacia Vila, tanto en lluvia como en sereno, en fresco como en calor. Aquel invierno de 1939 debió ser especialmente frío, pues en días despejados rara era la mañana en que no encontrara los charcos del camino completamente acristalados como consecuencia de las fuertes heladas caídas. Así un día tras otro. No cabía posible obesidad. Excepcionalmente podía hacer carro-stop, aunque hacíase a la inversa. Normalmente no se solicitaba por el caminante sino que se ofrecía por el auriga. En los casos en que mediara petición previa siempre se empleaba la fórmula pagant i agraint. Incluso si invitaba el carretero solía dejársele unas monedas para que regalara con un haz de alfalfa a la caballería.

El fin de la guerra parecía ya al alcance de la mano pues los avances de las tropas nacionales se juzgaban decisivos. El 26 de enero cayó -es como se decía entonces- Barcelona, el 5 de febrero Gerona y el 10 Menorca y, como siempre que se ganaba una capital de provincia o ciudad importante, se celebraron las correspondientes manifestaciones con dispensa de asistir a clase y el tradicional Tedeum en la iglesia de Santo Domingo (la catedral seguía inhabilitada para el culto tras su quema y profanación por los rojos, y no por un bombardeo como dicen algunos; San Telmo no existía, pues había sido derruida, por un acuerdo del Comité antifascista, para combatir el paro obrero).

No se adelanten los superprogres en abalanzarse sobre la Iglesia acusándola por ello del nacional catolicismo imperante o simplemente de franquista. Lo que loaba la Iglesia es que se restablecía el culto en aquel lugar, que se impartirían los sacramentos, que se podría de nuevo decir misa, que era posible ya para un cura salir a la calle sin jugarse el pellejo. Todo ello no era viable hacerlo durante la guerra en la zona republicana, salvo escasos meses y aun relativamente, en Vizcaya, cosa que hoy se silencia escandalosamente. A últimos de febrero, los gobiernos de Francia y el Reino Unido reconocieron al de Franco, tras lo que, inmediatamente Azaña, en suelo francés, dimitió como presidente de la República.

Empecé con mal pie dos asignaturas aparentemente tan dispares como Dibujo y Matemáticas. Narciso Puget, que era el profesor de Educación Artística, nos encargó que dibujáramos en casa cualquier objeto de uso cotidiano. Yo escogí una reluciente lechera de metal colocada encima de una mesa y para que me salieran bien rectas, tanto la lechera como la mesa, tiré de regla. Cuando Puget vio aquello montó en autentica cólera y me puso un mal muy mal en el propio dibujo; ya me calificó para toda la vida, y desde entonces nos profesamos una mutua animadversión. Por lo visto llevaba todo el curso explicando que los dibujos debían hacerse a pulso sin el uso de tiralíneas. Pero yo no lo sabía; me incorporé con retraso. En Matemáticas, teníamos a un profesor forastero cuyo nombre no recuerdo (¿sería Berdejo?); era asmático y en las alarmas nunca venía al refugio. Todo lo explicaba en la pizarra y yo, miope, sin gafas y en última fila, de nada me enteraba. Naturalmente, cuando me sacó para que me explayara sobre la lección del día solo halló en mí un obstinado silencio.

En los primeros días del mes de marzo de 1939, ocurrieron en la zona roja tres hechos substanciales que precipitaron su desmoronamiento: el inicio de una rebelión en Cartagena, con la consiguiente huida de la Armada republicana hacia Túnez; el alzamiento del coronel Casado en Madrid, y la precipitada fuga hacia el extranjero del doctor Negrín, con los ministros de su gabinete y principales líderes políticos de la Izquierda.

El día que llegaba a casa, con ánimo de contar tales nuevas a la familia, para lo que me había provisto de suficientes periódicos que lo explicaban, me encontré, antes de entrar en el hogar, con una tragedia que afligía a los infortunados mayorales y que para ellos tenía más importancia que cualquier noticia procedente de Vila. Se les acababa de morir la mula, el animal indispensable para su trabajo; el animal imprescindible para arar, para sembrar, para trillar, para sacar agua de la noria; el animal necesario para obtener la mitad de los ingresos que daba la finca y que como aparceros les correspondían. Me la encontré de cuerpo presente en uno de los campos aledaños a la casa, donde se había desplomado. Pepa, la hija, aún estaba con la gallina blanca en la mano con la que al parecer habían intentado, como último remedio de la farmacognosia -o la superstición- campesina para salvar al animal. Mientras una persona pasaba la gallina a la otra por debajo de su vientre o su cabeza, murmuraba al revés de lo que procedía el nombre de su interlocutora: jas Pepa (de Pepa a Maria), jas Maria (de Maria a Pepa). Mi abuela les adelantó los cien duros que precisaban para sustituirla con otra que adquirieron en es Puig Blanc y así la tragedia quedó en revés.