¡Es que son 100 años, de los flashes de magnesio a la era digital!», exclama Isabel al recordar la dilatada trayectoria profesional de su padre, Alfredo Benito, leyenda viva de la fotografía de España que el jueves 27 de octubre, cumplía un siglo de edad. Isabel es consciente de lo difícil que es resumir, incluso imaginar, todo lo que ha vivido las últimas diez décadas su progenitor, fuente inagotable de anécdotas y aventuras. Alfredo, sentado en el porche de su casa de Can Llaudis mientras decenas de mosquitos zumban alrededor y se ceban en casi todos menos en él, con la diestra apoyada en su bastón, medio sordo pero cabal y siempre a punto de desenvainar su fina ironía, escucha atento cómo su hija repasa algunos de los momentos estelares de su larga existencia.

Es difícil imaginar que Alfredo Benito comenzó iluminando sus imágenes con magnesio, «con el que todos salían con los ojos cerrados, la habitación se llenaba de humo y había que esperar mucho tiempo hasta que se ventilara la estancia». O que cuando acudía al Festival de Cine de San Sebastián -desde sus comienzos en 1953-, usaba el baño de la suite del hotel María Cristina como laboratorio y que su esposa, Amparo González, le ayudaba secando los positivos en una esmaltadora.

Su carácter, que le ha hecho ser querido y respetado por sus compañeros de profesión, a la vez que le abrió las puertas de numerosos camerinos y vestuarios deportivos donde otros jamás pudieron entrar, sale a relucir en cada recuerdo. Mientras a los plumillas ni siquiera les descolgaban el teléfono, las folclóricas y actrices de este país recibían a Alfredo «en bata en sus casas». A su lado, sobre una mesa, reposan muchas de las cámaras que le acompañaron en su trayectoria, incluso la última, una Nikon F1 con la que hasta el verano de 1993, cuando ya llevaba 11 años jubilado (lo hizo tras los Mundiales de Fútbol, donde se encargó de las acreditaciones), seguía plasmando el día a día para La Prensa de Ibiza. También hay sobre ella numerosas fotos que reveló en papel, como los retratos que hizo a Camilo José Cela en su casa de Palma, donde el premio Nobel aparece vestido con pijama, a punto de zamparse un trozo de queso y sentado frente a una mesilla llena de papeles, colillas, un paquete de Águila, cerillas y un vaso de vino. Precisamente, Isabel recuerda que junto a Paco Umbral, su padre recreó para Mundo Hispánico el ‘Viaje a la Alcarria’, o que durante una temporada vivió en la casa de Dalí en Cadaqués para consumar un reportaje fotográfico.

Fue el primer fotoperiodista con carné de España, el número seis de la Asociación de la Prensa de Madrid. Estudió en la Escuela oficial de Periodismo harto del «aire de superioridad» de los redactores, de quienes le molestaba que le llamasen ‘mi fotógrafo’. «Desde entonces los periodistas tenían que ir a mi cola», subraya Alfredo. Su hija señala, en ese sentido, que fue «un pionero» al demostrar que las imágenes podían a veces decir más que mil palabras. Pone como ejemplo el reportaje ‘Tren de la Navidad’, publicado en Triunfo, donde «no hace falta leer el texto para saber cuál es su contenido».

En una dedicatoria, el actor Glenn Ford dijo de él que era quien mejor le había retratado. No fue el único intérprete de cine que opinaba así. Hace algún tiempo un autor mejicano que preparaba un libro sobre cine de su país se puso en contacto con la familia de Alfredo Benito: la actriz María Félix le había contado que un español del que solo recordaba que se llamaba Alfredo le había hecho las mejores fotos de su carrera. El mejicano investigó y llegó a la conclusión de que ese Alfredo se apellidaba Benito. Viajó hasta Eivissa y con una lupa rebuscó entre los miles de negativos que conservaba en el almacén de su casa en Can Llaudis. Encontró dos, pero debido a que estaban muy dañados por la humedad solo pudo rescatar uno. Peor ha sido el destino de otros negativos. Isabel se enteró de que miles que se conservaban en una estancia de la revista Deporte 2000 fueron a parar a la basura cuando un directivo ordenó tirarlos para poder convertir aquel espacio en su despacho.

Ingenioso

A lo largo de su carrera fue pícaro y trabajador, pero también muy ingenioso. Sus primeras Olimpiadas fueron las de Munich (Alemania, en 1972). Pudo asistir gracias a que colaboraba con la revista del Consejo Superior de Deportes. Marca, donde era jefe de fotógrafos desde 1952, no se podía permitir el lujo de mandar un reportero, pero le consintió ir siempre y cuando mandara imágenes. Allí tenía que hacer fotos tanto en blanco y negro como en color. El problema era cómo tomarlas al mismo tiempo. Así que inventó un sistema -que un herrero le forjó- mediante el cual unía dos cámaras a una pletina que incorporaba un disparador sincronizado. Además, podía enfocar ambas a la vez. Aún lo conserva.

Con su cámara inmortalizó el histórico momento en que Marcelino marcó el gol a la URSS en la final de la Eurocopa de 1964, y al actor Charlton Heston mientras echaba una siesta en pleno rodaje de ‘55 días en Pekín’. Para algunas de las instantáneas que tomó en sus primeros años como fotógrafo no solo hizo valer su ingenio, su don de gentes y su calidad artística. También su picardía y temple. En los años 40 y 50 no sobraban en España los negativos, que en ocasiones se agenciaba gracias a sus amistades con los cámaras del NODO, que le regalaban las colas de las películas que filmaban: «Con eso, que no daba para más de ocho fotos, tenía que arreglárselas para hacer para todo un partido de fútbol, conseguir la imagen de cada equipo formado, la del sorteo del campo, algunas jugadas y, claro, no se le podía escapar un gol», recuerda su hija.

Le tocó una época en la que para sobrevivir había que ser muy espabilado: «Lo primero que hacía al llegar a cada lugar era hacerme amigo del jefe de la Policía». Así podía permitirse acceder a pie de pista del aeropuerto de Barajas para dar en mano a un piloto los negativos con los tantos de la jornada de la Liga española para que los entregara en Buenos Aires a los redactores de la revista Goles.

Intuición natural

«La gente se cree que hacer fotos buenas es fruto de la casualidad. A mi padre nadie le enseñó, siempre tuvo una intuición natural», señala Isabel. Y constancia. Si tenía que cubrir una boda, un día antes analizaba el lugar para «buscar localizaciones». Incluso calculaba «cuánto podía tardar en ir de un sitio a otro para no perderse una foto. Entonces, un solo fotógrafo lo hacía todo». Ese trabajo previo se lo enseñó Alfredo a Isabel en Lasarte, donde tenía que cubrir una prueba de cross: «Un día antes me llevó al circuito y lo recorrimos andando. Me enseñó dónde podía captar las mejores instantáneas o cómo podía cubrir tres o cuatro sitios si iba corriendo de uno a otro». No improvisaba: «Trabajaba como un negro», afirma su esposa.

Porque no se perdía ni una foto. En las Olimpiadas de Munich, mientras los demás periodistas ya estaban en el aeropuerto, él cubría la ceremonia de clausura: «Id, id, que ya llegaré», les dijo. Pero no llegaba y el avión estaba a punto de marchar. De repente, en el aeródromo apareció a toda velocidad un autobús de línea que solo llevaba un pasajero, Alfredo, que al n0 encontrar taxi ni otro medio de transporte había convencido a grito pelado al conductor para que cambiara su ruta.

En las Olimpiadas de Moscú tuvo un accidente: enfocaba con su cámara cuando el autobús en el que iba frenó de golpe. Los rusos lo internaron en un hospital preocupados, más que por la conmoción que sufrió al impactar la cámara en su frente, porque le detectaron que tenía la tensión muy alta. Solo salió del hospital gracias a la intermediación de Juan Antonio Samaranch, presidente del Comité Olímpico. Al llegar a España, el periodista Jordi García Candau le dijo preocupado a Isabel: «Qué susto nos ha dado tu padre, que tiene el corazón fatal. Por favor, cuídalo mucho». Cuando lo recuerda, su hija se ríe: «Y ya ves, aquí está, con 100 años».