El martes, 8 de septiembre de1936, ya abandonada precipitadamente la isla de Mallorca por los rojos que pretendieron conquistarla, sobrevoló Ibiza un avión. Es de los nuestros, dijeron muchos. Es fascista, dijeron otros. El Comité, que ya había pedido auxilio a Barcelona tuvo que pechar con la llegada de los anarquistas que se sacudió de encima la Generalidad Catalana, la patulea santillanesca, la columna Cultura y Acción. A las pocas horas de llegar estos, en la mañana del 12, dos aviones italianos, volando a muy baja altura, realizaron un vuelo de reconocimiento sobre la ciudad. Se les saludó con una verdadera traca. Dispararon contra ellos -o al cielo por lo menos- todos los milicianos que se hallaban en la calle, ya que cada uno se paseaba permanentemente con su fusil, carabina, tercerola o escopeta a cuestas, y algunas ametralladoras de tierra que se habían instalado en terrazas y baluartes de las murallas.

Éxodo masivo al campo

Aquella experiencia, que me cogió en el balcón de casa, la viví con verdadero terror infantil, pues con aquel estruendo creí que se acababa el mundo. Otra oleada de pánico sacudió a la población ante el temor de un bombardeo, y empezó un éxodo masivo al campo que el Comité no pudo contener, pese a que ordenó que nadie saliera de la población sin causa justificada. La realidad es que entre el sábado 12 y el domingo 13 la ciudad de Ibiza quedó casi vacía.

El 13, amaneció un día espléndido. Continuaba el éxodo masivo de los habitantes de la ciudad hacia el campo. Particularmente puedo testimoniar mi participación en tal éxodo. Hacia las ocho de la mañana decidió mi abuela que nos trasladáramos a es Canal d´en Parra, una finca propiedad de mi tía Paca, sita en San Rafael, para lo que se llamó a un carretero conocido para que nos trasladara en su carro payés, siempre menos ostentoso que un taxi. No fuimos a fincas nuestras porque no nos fiábamos de los hijos de nuestros mayorales, pertenecientes a comités antifascistas locales, aunque siempre se portaron bien con nosotros. Nos daba más seguridad, aunque mucha menos comodidad, la finca de tía Paca ya que ésta era suegra de Ramón Medina, del Comité antifascista. Allí nos amontonamos unas 40 personas de todas las edades y de todos los partidos. Tomamos una comida muy solidaria en la que cada uno aportó lo que traía. No nos imaginábamos los postres.

Poco después de comer, vimos y oímos desde nuestro privilegiado mirador de la finca el bombardeo de los aviones. Sin miedo, porque estábamos a 8 kilómetros. Humo y estruendo.

No eran aún las tres de la tarde cuando tres aviones Savoia S-81, procedentes de Palma y conducidos por pilotos italianos al mando de Leone Gallo, que firmaba sus partes al Comandante militar como José Cirelli, se presentaron inopinadamente y arrojaron, en dos pasadas sucesivas sobre la ciudad, 42 bombas de 50 kilos cada una. Su potencia aterró, evidenciándose al momento su efecto devastador: 19 o 20 muertos, casi el doble de heridos, y ello debido a que la ciudad estaba semidesierta; barcos hundidos en los muelles; una alfombra de peces muertos en el puerto; varios edificios derruidos; destrozado el astillero; embudos terroríficos en los andenes y en las calles; los cristales de contrapuertas y ventanas, quebrados en el arroyo; calles cegadas por los escombros. Y miedo, miedo, mucho miedo, en algunos, sobre todo en los milicianos de la FAI y la CNT, que se sentían apresados en una ratonera.

«Acabar con los presos»

Poco antes de las seis de la tarde se reunió el Comité antifascista en su local del instituto, que estaba en el mismo edificio que el Ayuntamiento.

El Comité usaba los cuños, sellos y hasta los funcionarios municipales. La sesión fue accidentada pero breve, según me contaron años después, cuando siendo yo secretario general de la Corporación tuve como compañeros a los empleados supervivientes presentes aquel día en el Ayuntamiento. Levantada la sesión salió Agustín Gutiérrez, quien a modo de portavoz dijo a los presentes: Hemos acordado evacuar la isla y acabar con los presos. Se telefoneó a todos los pueblos que tenían línea ordenándoles prepararse para la evacuación y que bajaran sus reclusos al Castillo. A los que no disponían de teléfono se les enviaron correos por automóvil. A los presos de la cárcel se les subió al Castillo, y a los detenidos enfermos en el Hospital, La Consolación y el Asilo se les subió igualmente, a alguno en camilla.

Se dieron casos curiosos, como el de Santa Eulalia, en el que una remesa de presos entre la que estaba Toni Guasch, de los célebres y perseguidos hermanos Guasch -el único que cogieron, porqué se presentó voluntariamente- se retrasó en su llegada a Vila, haciéndolo cuando ya se había asesinado a los recluidos en el Castillo. Se optó por retenerlos en el bar Sport, inmediato al Montesol y que ya no existe, y llevarse a Toni hasta Valencia, donde sufrió cautiverio durante toda la contienda.

Tampoco llegaron a la ciudad los presos de San José pues cuando ya estaban subidos al camión que debía conducirlos a la capital, no hubo forma de poner en marcha el vehículo debido a una providencial avería, provocada al parecer por la decisiva, arriesgada y humanitaria actuación de la esposa del propietario del camión al manipular una pieza de su motor, visto lo cual es Torrer, presidente del Comité local, dispuso que se liberaran, mientas él y unos milicianos se dirigieron en automóvil a la ciudad para sumarse a la evacuación. Gracias a ello José Serra Marí, Coques, natural del pueblo y beneficiado de la Catedral, salvó el pellejo.