A caballo entre dos siglos, el XX y el XXI, a nosotros nos ha tocado vivir un tiempo de turbulencias y contrastes de los que nos han dejado testimonio innumerables fotografías. En la que acompañamos, vemos el cruce, en la carretera de Sant Antoni, de un carro tirado por una mula y uno de aquello lujosos ´descapotables´ que llamábamos haigas. No sólo es insólito el encuentro, sino que, de no ser porque el coche está parado, podríamos pensar que el carro le adelanta limpiamente por la izquierda. Son contraposiciones entre el viejo y el nuevo mundo que recogen muchas otras imágenes. Es el caso de una chalana junto a una lancha fueraborda. O aquel otro daguerrotipo de una payesa, cubierta con su indumentaria tradicional de pies a cabeza, junto a unas despampanantes suecas en bikini. Y hoy mismo coinciden las seculares danzas de nuestros mayores con el desmadrado pumba-pumba de las discotecas. Se trata, en fin, de una bipolaridad que puede parecer desconcertante pero que viene dada por la misma naturaleza de las islas, pequeños mundos que, si por una parte han mantenido su idiosincrasia protegidas por su secular aislamiento, por otra han recibido la influencia de agentes externos que han modificado con su impronta nuestras costumbres y nuestra forma de vivir.

Es una dinámica de contraposiciones que se ha dado siempre, de tal manera que si pudiéramos retroceder a la Ibiza púnica, árabe o renacentista, encontraríamos, salvando las distancias, iguales contrastes y parecidas mutaciones. El contacto que la ciudad -Iboshim, Ebusos, Yabisah o Eivissa-, tuvo en todo momento con el mundo exterior en tanto que ciudad-puerto y escala obligada, nos permite relativizar su aislamiento. Y conviene relativizarlo porque lo cierto es que el Mediterráneo estuvo muy transitado desde tempranas edades, como lo demuestra que una pequeña isla como Formentera ya estuviera habitada hace ahora 4.000 años. Diría, incluso, que ha existido más cerramiento y retraso en algunas zonas interiores del continente -en altas mesetas y en zonas montañosas- que en las islas de nuestro mar, donde los puertos siempre han sido puertas y las influencias exteriores son tan evidentes que por ellas, como vemos en Ibiza y Formentera, ha pasado buena parte de la historia del Mediterráneo.

En los últimos cien años, las comunicaciones han conseguido que sean prácticamente irrelevantes las distancias, hasta el punto de que hoy podemos viajar desde Ibiza a Estambul en sólo tres horas, mientras que atravesar el Mediterráneo en el mundo antiguo suponía, con multitud de escalas obligadas, una singladura de 30 días o más. Pues bien, a pesar de ello, el movimiento de naves que cruzaban el mar ha sido constante desde la más remota antigüedad. Las gentes de Tiro, viniendo desde la actual costa libanesa, llegaron a nuestro lejano occidente y fundaron Gadir y Cartago. Y muy posiblemente, aquellos mismos colonos se asentaron poco después en enclaves como sa Caleta, en una Ibiza que entonces, por así decirlo, estaba en las afueras del mundo conocido, perdida en el mar.

Lo que quiero decir es que, desde aquel pasado lejano, nuestras islas han sido, todo a un tiempo, un mundo aparte con su lengua, sus costumbres, su magra y arcaica economía, una vida predominantemente agrícola y una invencible resistencia que ha conservado durante siglos las formas de antiguas civilizaciones, pero también han sido receptoras de un permanente goteo de vida y savia nueva que, según llegaba, se amasaba como levadura en su pequeño mundo, provocando un cambio civilizador y de progreso.

Estoy convencido de que los fenicios provocaron en nuestra isla una auténtica revolución entre la menguada población indígena de la que tan poco sabemos. Y no mucho después, los cartagineses crearon todo un nuevo mundo que cambió la forma de vivir de los asentamientos fenicios anteriores, casi todos ellos rurales. Fue cuando Ibosim nació como ciudad. Pasaron los siglos y los árabes dieron un nuevo vuelco a la situación, modificando la lengua, las creencias y también las costumbres. Una posterior mutación la provocaron los catalanes y la última transformación -posiblemente la más radical- la vivimos en nuestros días con la llegada de un turismo masivo y la inmigración, es decir, por la globalización en la que estamos inmersos.

La conclusión a la que llegamos es que el aislamiento de las islas es sólo una verdad relativa porque su pequeño mundo se ha construido siempre en el cruce de lo viejo y lo nuevo, del arcaísmo y la novedad. Y la razón de ello es muy simple: si el mar ha sido frontera, también ha sido camino. Lo cierto es que nuestras islas han estado en todo momento abiertas al mundo exterior, a los contactos foráneos que en ocasiones se han dado a saltos, de un modo brusco, y que, de tiempo en tiempo, introducían un nuevo tipo de civilización. Sucedió, ya digo, con la llegada de los cartagineses. Sucedió en las posteriores invasiones de árabes y catalanes. Y sucede hoy en las oleadas turísticas que son una nueva forma de colonización, pacífica pero no menos radical y con un impacto en nuestras formas de vida y en nuestras costumbres mil veces superior al que tuvieron anteriores intrusiones y desembarcos. La historia se repite.