De entre el laberinto de parapetos, túneles, casamatas y revellines que conforman las murallas renacentistas de Ibiza, hay dos rincones que, por mucho que se transiten, estremecen sin excepción. En ellos, la grandiosidad de la arquitectura resulta tan fascinante como la manera caprichosa en que interactúan con el paisaje.

Uno es la Ronda Calvi, cuyo descenso arranca a los pies del castillo -parador paralizado-, a la altura del baluarte de Sant Jordi. Una empinada cuesta de piedra, de escalones inclinados y huella prolongada, que impulsa a sobrevolar desde el adarve el perfil anodino de la ciudad extramuros. Urbe contemporánea y mediocre que contrasta con las formas majestuosas de los baluartes de Sant Jaume y Sant Pere, auténticas puntas de flecha en mitad de la pendiente. A lo lejos, el espectáculo brumoso de Formentera y el fulgor de los rayos que se cuelan entre las nubes -cuando las hay-, sembrando de espejismos la costa de Platja d´en Bossa.

El otro es el baluarte de Santa Llúcia, formidable e irregular apéndice de la fortaleza simétrica concebida a mediados del siglo XVI por el ingeniero Calvi. Las murallas abaluartadas fueron levantadas alrededor de los lienzos medievales de Yabisa, por orden de la Corona Española.

Su misión era salvaguardar la ciudad y el puerto de las huestes de Hayrredín Barbarroja, almirante de la flota turca del sultán Suleimán que mantenía aterrorizado a medio mar Mediterráneo. Santa Llúcia, junto con la ampliación del baluarte de Sant Joan y el Portal de ses Taules, fue la gran aportación del capitán Fratín. Un baluarte prolongado y adaptado al terreno, que abrazaba el intrincado y desprotegido raval de marineros, ahora conocido como sa Penya.

Más allá del meollo arquitectónico pergeñado por Fratín, que tiene enjundia, hay que subrayar la estética del baluarte. La recreación de Santa Llúcia hay que racionarla en un cúmulo de perspectivas. La primera desde la plaza de la Catedral, cuyo mirador planea sobre el claustro del convento de los dominicos -hoy ayuntamiento-, las cúpulas de teja de las capillas anexas y por fin el terraplén de Santa Llúcia, tan sólo media punta de flecha a diferencia de los demás baluartes, pero a los que dobla en extensión.

Luego hay que acechar el perfil de la ciudad histórica desde los pantalanes, en la orilla opuesta de la bahía, para disfrutar de una visión de conjunto y así tomar conciencia del papel transformador que ejerce Santa Llúcia. El baluarte estira las murallas en horizontal hasta los confines del puerto, separándolas de los barrios, multiplicando su grandiosidad y enmarcando la cúspide, con el baluarte de Santa Tecla, la Catedral y las sombras del revellín.

Y por último, hay que ascender sa Penya hasta palpar la textura rugosa del pie del baluarte o, mejor aún, subir a la azotea de la Casa Broner y admirar, desde este observatorio privilegiado, la arista más afilada del bastión ibicenco y probablemente de toda la ingeniería militar del renacimiento: la aguzada proa de la nave de piedra.