Hay veces que una carencia nos hace descubrir un universo… Esto es lo que me pasó la semana pasada en el hospital Can Misses, cuando llegué a la sala de espera cinco minutos antes de la hora de la cita. Ni bien entré me di cuenta de que, otra vez, había ahí demasiada gente y se podía decir que éramos tantos que ni los que estaban sentados ni los que estábamos de pie esperábamos cómodos. Había dos pacientes de avanzada edad, aguardando a que los llamaran, en sillas de ruedas. Al cabo de unos minutos, salió la enfermera con una lista y fue nombrando a cada uno para confirmar nuestra presencia, alrededor de veinte nombres y el mío se encontraba en el tramo final.

Supe que sería una espera larga. Esto ya me había ocurrido en la misma consulta pocos días antes; sólo quedaba un médico atendiendo sus visitas y las de su compañero que había sido reclamado al quirófano. Otra vez una cantidad exagerada de gente, incluso algunos que, como yo, repetían, a los que en silencio reconocí. En tales circunstancias, sería lo más sencillo, dejarse abrumar por fantasías, mirarse en la inquietud de los otros, salpicarse de los rictus que rondan ese concierto y hasta contagiarse del dolor, por ejemplo, de aquel viejito que esperaba semi ausente en su silla de ruedas, al que le faltaba una pierna, al que le rodaban lágrimas por el rostro. La palabra intemperie me florecía en la mirada.

Ya habíamos sobrepasado una hora de la que indicaba mi hoja de citaciones, aunque estaba claro que aún tenía para rato, cuando llegó una mujer que rondaba la sesentena. Empujaba otra silla –ya la tercera– en la que se encontraba una señora muy mayor, posiblemente su madre. Colocó la silla cercana a las otras dos, tomó asiento y se puso a conversar con los pacientes y acompañantes que tenía más cerca. Minutos después, sucedía, no sé muy bien cómo, pero la señora que acaba de llegar rompía a cantar unas canciones ibicencas tan bellas y melodiosas que endulzaban aquel momento de un modo inimaginable.

Fue emocionante asistir a esa trasmutación en los semblantes, casi todos los allí presentes, primero sorprendidos, alguno incluso molesto por lo inesperado fueron cediendo lugar a la sonrisa. La señora –tal vez sin saberlo– había interrumpido ese tiempo exasperante, esa íntima sucesión de fantasmas en las particulares sombras de cada uno. Era una voz que alumbraba el aire y nos remontaba en sus alas. Mientras, se sucedían las canciones y se desplegaba el repertorio; cada vez éramos más los que sonreíamos ampliamente y cuando llegó al ´Porompompero´ unos cuantos, incluso la viejecita a la que ella acompañaba, marcaban el ritmo con los pies.

Temí que alguien, desconociendo el bien que eso producía, saliera a poner orden en la sala, pero muy lejos de eso, cuando volvió a asomar la enfermera, en vez de hacerlo con el índice delante de los labios, señalando el silencio, nos sonrió condescendiente. Parecía un sueño, las consultas vecinas se iban quedando vacías, todos terminaban y se iban a comer, mientras la señora cantarina y su probable madre añosa entraban a ver al médico, serenamente, mostrando un saber hacer con la angustia, que me pareció una lección magistral frente a lo adverso, que no esperaba y que no olvidaría: «No hace falta hacer de la espera o el dolor una estancia desesperada».

Poco más de dos horas después de lo que me tocaba, fui llamada a la consulta. El doctor Deiros me atendió como si su turno acabara de comenzar, como si no hubiera atendido ya a casi todos sus pacientes y a casi todos los de su compañero. Como si él no tuviera otro quehacer que realizar su trabajo con esa férrea eficacia, con esa elegante disciplina. Antes de concluir la visita, hasta la enfermera abandonó la consulta aludiendo motivos personales, cuando hacía rato que su hora de salida había pasado.

El doctor continuó con temple heroico –sin que ningún obstáculo lo desviara de su camino–, generoso, responsable, cumplimentando los papeles, con una seriedad encantadora. En verdad, una atención cinco estrellas. Cuando hube salido, eran las tres y media, todavía quedaban como cinco pacientes esperando.

Durante esa tarde recordé varias veces una frase que me había impactado durante mi primera juventud: «Las almas más bellas suelen encontrarse en medio de las catástrofes».